A continuación tienen el texto de la audiencia, que nos ha remitido amablemente Maximiliano de la Vega. Gracias
Nos
hallamos en vísperas del día en que celebremos el quincuagésimo aniversario de
la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y el inicio del Año de la Fe.
Con
esta catequesis quisiera empezar a reflexionar, con algún pensamiento breve,
sobre ese gran acontecimiento eclesial que fue el Concilio, del que fui testigo
directo. Este se nos presenta, por así decirlo, como un gran mural, pintado en
su gran multiplicidad y variedad de elementos bajo la guía del Espíritu Santo.
Y al igual que nos sucede ante una gran pintura de aquel gran momento de gracia
hoy también seguimos cosechando su extraordinaria riqueza, redescubriendo
pasajes, fragmentos y teselas especiales de él.
El
beato Juan Pablo II escribió en los umbrales del tercer milenio: “Siento más
que nunca el deber de indicar el Concilio
como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo
XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en
el camino del siglo que comienza” (Carta ap. Novo millennio inuente nº 57).Creo
que esta imagen resulta elocuente. Los documentos del Concilio Vaticano II –a los que hay que
volver, liberándolos de una multitud de publicaciones que a menudo, en vez de
darlos a cono conocer, los ha ocultado- son, también para nuestro tiempo, una
brújula que permite que la barca de la Iglesia avance en alta mar, ya entre
tormentas, ya entre olas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a
puerto.
Recuerdo
bien aquel período: yo era un joven profesor de Teología Fundamental en la
Universidad de Bonn, y fue el arzobispo de Colonia, el cardenal Frings –un
punto de referencia en lo humano y en lo sacerdotal para mí- quien me llevó
consigo a Roma como asesor teólogo suyo; después fui nombrado también perito
conciliar. Fue para mí una experiencia única: tras todo el fervor y el
entusiasmo de la preparación, pude ver una Iglesia viva –casi tres mil padres
conciliares del mundo entero reunidos bajo la guía del Sucesor del apóstol
Pedro- que se ponía a aprender del Espíritu Santo, verdadero motor del
Concilio. Raras veces en la historia se
ha podido, como se pudo entonces, casi “palpar” concretamente la universalidad
de la Iglesia en la gran realización de su misión de llevar el Evangelio a
todos los tiempos y hasta los confines de la tierra. Durante estos días, si
volvéis a ver imágenes de la apertura de esa magna asamblea por televisión o a
través de otros medios de comunicación, podréis percibir vosotros también la
alegría, la esperanza y el aliento que a todos nos dio formar parte de aquél
acontecimiento luminoso que se irradia hasta hoy.
Como
supongo sabéis, a lo largo de la historia de la Iglesia varios concilios
precedieron al Vaticano II. Por norma general estas grandes asambleas
eclesiales fueron convocadas para definir elementos fundamentales de la fe,
sobre todo para corregir errores que la hacían peligrar. Piénsese en el
Concilio de Nicea, en el año 325, convocado para hacer frente a la herejía arriana y reafirmar con claridad la divinidad
de Jesús, Hijo Unigénito de Dios Padre; o el de Éfeso, en 431, que definió a
María como Madre de Dios; en el de Calcedonia, en 451, que afirmo la única
persona de Cristo en dos naturalezas: la divina y la humana. Ya más cerca de
nosotros, hay que citar el Concilio de Trento, en el siglo XVI, que dilucidó
puntos esenciales de la doctrina católica frente a la Reforma protestante; o el
Vaticano I, que empezó a reflexionar sobre varios temas, pero al que sólo le
dio tiempo de promulgar dos documentos –uno sobre el conocimiento de Dios, la
revelación, la fe y sus relaciones con el corazón; y el otro sobre el primado
del Papa y sobre su infalibilidad-, pues quedó interrumpido por la ocupación de
Roma en septiembre de 1870.
Si
examinamos el Concilio Vaticano II, vemos que, en aquel momento, en el camino
de la Iglesia no había errores significativos de fe necesitados de corrección o
de condena, ni cuestiones específicas de doctrina o de disciplina que hubiera
que aclarar. Bien puede entenderse, por lo tanto, cuál sería la sorpresa del
pequeño grupo de cardenales presentes en la sala capitular del monasterio de
San Pablo Extramuros cuando, el 25 de enero de 1959, el beato Juan XXIII
anunció el Sínodo diocesano para Roma y el Concilio para la Iglesia universal.
La
primera cuestión que se planteó al preparar tan gran acontecimiento fue
precisamente la de cómo empezarlo, qué cometido específico asignarle. El Beato
Juan XXIII, en su Discurso de Apertura del 11 de octubre de hace cincuenta
años, dio una indicación general: la fe tenía que hablar de manera “renovada”, más eficaz –porque el
mundo iba caminando rápidamente-, pero manteniendo sus contenidos perennes, sin
cesiones ni componendas. Deseaba el Papa que la Iglesia reflexionara sobre su
fe, sobre las verdades que la guían; pero, partiendo de esa reflexión seria y
profunda sobre la fe, debía delinearse
de manera nueva la relación entre la Iglesia y la modernidad, entre el
cristianismo y algunos elementos esenciales del pensamiento moderno, no para
conformarse a este, sino para presentar a este mundo nuestro, que tiende a alejarse de Dios, la exigencia
del Evangelio en toda su grandeza y en toda su pureza (Benedicto XVI. Discurso
a la Curia Romana en la felicitación navideña 22-12-05). Lo indica muy bien el
siervo de Dios Pablo VI en su discurso de la clausura de la última sesión del
Concilio, del 7 de Diciembre de 1965, con palabras extraordinariamente
actuales, cuando afirma que, para evaluar correctamente un acontecimiento, “es
preciso recordar el tiempo en el que se ha llevado a cabo. Ha tenido lugar
–dice el Papa- en un tiempo en que, como consta a todos, los hombres están más
orientados a la dominación de este mundo
que al Reino de Dios; un tiempo en el que el olvido de Dios se hace habitual,
como si el progreso de las ciencias lo aconsejara; un tiempo en el que el acto
fundamental de la persona, más consciente de sí y de su libertad, tiende a
reivindicar la libertad plena, no sujeta a ninguna ley que trascienda el orden
de las cosas naturales; un tiempo en el que el laicismo parece dimanar
legítimamente del actual progreso intelectual y se considera casi como una
norma sapientísima según la cual debe ordenarse la sociedad humana. […]. En ese
tiempo se ha celebrado este Concilio nuestro en honor a Dios, en el nombre de
Cristo, bajo la inspiración del Espíritu Santo”. Así decía Pablo VI y concluía
cifrando el punto central del Concilio en la cuestión de Dios, de ese Dios que
“existe realmente, vive, es personal, es providente, es infinitamente bueno, no
solo en sí, sino también infinitamente bueno para con nosotros; es nuestro
Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad; de modo que el hombre, cuando se
esfuerza en fijar en Dios su corazón y su mente, en la contemplación realiza el
acto espiritual que debe ser considerado como el más noble y perfecto de todos;
un acto que también en nuestro tiempo puede y debe jerarquizar los innumerables
campos de la actividad humana” (AAS. 58 -1966-).
Nosotros vemos hasta que punto el tiempo
en que vivimos sigue estando marcado por un olvido y una sordera para con Dios.
Creo, entonces, que debemos aprender la lección más sencilla y más fundamental
del Concilio: que el cristianismo consiste esencialmente en la fe en Dios, que
es Amor trinitario, y en el encuentro, personal y comunitario, con Cristo, que
orienta y guía nuestras vidas; todo lo demás es consecuencia de esto. Lo que
importa hoy, precisamente como deseaban los padres Conciliares, es que se vea
de nuevo, con claridad, que Dios está presente, que tiene que ver con nosotros,
que nos responde. Y que, por el contrario,
cuando falta la fe en Dios, se viene abajo lo esencial, ya que el ser
humano pierde su dignidad profunda y lo que engrandece su humanidad, contra
todo reduccionismo. El Concilio nos recuerda que la Iglesia, a través de todos
sus miembros, tiene el cometido, el mandato de transmitir la palabra del amor
de Dios que salva, para que sea escuchada y acogida la llamada divina que
contiene nuestra eterna bienaventuranza.
Contemplando
bajo esta luz la riqueza que encierran los documentos del Vaticano II, quisiera
citar tan solo sus cuatro Constituciones, como si fueran los cuatro puntos
cardinales de la brújula que puede orientarnos. La constitución sobre la
sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium nos indica que en la Iglesia, desde el
inicio, hay adoración, está Dios, está la centralidad del misterio de la
presencia de Cristo. Y la Iglesia, Cuerpo de Cristo y pueblo que peregrina a lo
largo del tiempo, tiene como tarea fundamental la glorificación de Dios, tal
como expresa la Constitución dogmática Lumen Pentium. El tercer documento que quisiera citar es la
Constitución sobre la divina revelación Dei Verbum: la Palabra viva de Dios
convoca a la Iglesia y la vivifica a lo largo de todo su camino en la historia.
Y la forma en que la Iglesia lleva al mundo entero la luz que ha recibido de
Dios para que este sea glorificado es el tema fundamental de la Constitución
pastoral Gaudium et spes.
El
Concilio Vaticano II constituye para nosotros un llamamiento enérgico a
redescubrir cada día la belleza de nuestra fe; a conocerla en profundidad, con
vistas a una relación más intensa con el Señor; a vivir hasta el final nuestra
vocación cristiana.
Que
la Virgen María, Madre de Cristo y de toda la Iglesia, nos ayude a realizar y a
llevar a cabo lo que los Padres conciliares animados por el Espíritu Santo,
abrigan en su corazón: el deseo de que todos puedan conocer el Evangelio y
encontrarse con el Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida.
Tomado de la Revista ECCLESIA nº
3.646 /27 de octubre de 2012
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