jueves, 15 de noviembre de 2012

El Concilio Vaticano II, Acontecimiento Luminoso

Audiencia general de Benedicto XVI del miércoles 10 de Octubre  2012


A continuación tienen el texto de la audiencia, que nos ha remitido amablemente Maximiliano de la Vega. Gracias


Nos hallamos en vísperas del día en que celebremos el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y el inicio del Año de la Fe.

Con esta catequesis quisiera empezar a reflexionar, con algún pensamiento breve, sobre ese gran acontecimiento eclesial que fue el Concilio, del que fui testigo directo. Este se nos presenta, por así decirlo, como un gran mural, pintado en su gran multiplicidad y variedad de elementos bajo la guía del Espíritu Santo. Y al igual que nos sucede ante una gran pintura de aquel gran momento de gracia hoy también seguimos cosechando su extraordinaria riqueza, redescubriendo pasajes, fragmentos y teselas especiales de él.
El beato Juan Pablo II escribió en los umbrales del tercer milenio: “Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio  como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza” (Carta ap. Novo millennio inuente nº 57).Creo que esta imagen resulta elocuente. Los documentos  del Concilio Vaticano II –a los que hay que volver, liberándolos de una multitud de publicaciones que a menudo, en vez de darlos a cono conocer, los ha ocultado- son, también para nuestro tiempo, una brújula que permite que la barca de la Iglesia avance en alta mar, ya entre tormentas, ya entre olas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a puerto.

Recuerdo bien aquel período: yo era un joven profesor de Teología Fundamental en la Universidad de Bonn, y fue el arzobispo de Colonia, el cardenal Frings –un punto de referencia en lo humano y en lo sacerdotal para mí- quien me llevó consigo a Roma como asesor teólogo suyo; después fui nombrado también perito conciliar. Fue para mí una experiencia única: tras todo el fervor y el entusiasmo de la preparación, pude ver una Iglesia viva –casi tres mil padres conciliares del mundo entero reunidos bajo la guía del Sucesor del apóstol Pedro- que se ponía a aprender del Espíritu Santo, verdadero motor del Concilio.  Raras veces en la historia se ha podido, como se pudo entonces, casi “palpar” concretamente la universalidad de la Iglesia en la gran realización de su misión de llevar el Evangelio a todos los tiempos y hasta los confines de la tierra. Durante estos días, si volvéis a ver imágenes de la apertura de esa magna asamblea por televisión o a través de otros medios de comunicación, podréis percibir vosotros también la alegría, la esperanza y el aliento que a todos nos dio formar parte de aquél acontecimiento luminoso que se irradia hasta hoy.

Como supongo sabéis, a lo largo de la historia de la Iglesia varios concilios precedieron al Vaticano II. Por norma general estas grandes asambleas eclesiales fueron convocadas para definir elementos fundamentales de la fe, sobre todo para corregir errores que la hacían peligrar. Piénsese en el Concilio de Nicea, en el año 325, convocado para hacer frente a la herejía  arriana y reafirmar con claridad la divinidad de Jesús, Hijo Unigénito de Dios Padre; o el de Éfeso, en 431, que definió a María como Madre de Dios; en el de Calcedonia, en 451, que afirmo la única persona de Cristo en dos naturalezas: la divina y la humana. Ya más cerca de nosotros, hay que citar el Concilio de Trento, en el siglo XVI, que dilucidó puntos esenciales de la doctrina católica frente a la Reforma protestante; o el Vaticano I, que empezó a reflexionar sobre varios temas, pero al que sólo le dio tiempo de promulgar dos documentos –uno sobre el conocimiento de Dios, la revelación, la fe y sus relaciones con el corazón; y el otro sobre el primado del Papa y sobre su infalibilidad-, pues quedó interrumpido por la ocupación de Roma en septiembre de  1870.

Si examinamos el Concilio Vaticano II, vemos que, en aquel momento, en el camino de la Iglesia no había errores significativos de fe necesitados de corrección o de condena, ni cuestiones específicas de doctrina o de disciplina que hubiera que aclarar. Bien puede entenderse, por lo tanto, cuál sería la sorpresa del pequeño grupo de cardenales presentes en la sala capitular del monasterio de San Pablo Extramuros cuando, el 25 de enero de 1959, el beato Juan XXIII anunció el Sínodo diocesano para Roma y el Concilio para la Iglesia universal.

La primera cuestión que se planteó al preparar tan gran acontecimiento fue precisamente la de cómo empezarlo, qué cometido específico asignarle. El Beato Juan XXIII, en su Discurso de Apertura del 11 de octubre de hace cincuenta años, dio una indicación general: la fe tenía que hablar de  manera “renovada”, más eficaz –porque el mundo iba caminando rápidamente-, pero manteniendo sus contenidos perennes, sin cesiones ni componendas. Deseaba el Papa que la Iglesia reflexionara sobre su fe, sobre las verdades que la guían; pero, partiendo de esa reflexión seria y profunda sobre la fe,  debía delinearse de manera nueva la relación entre la Iglesia y la modernidad, entre el cristianismo y algunos elementos esenciales del pensamiento moderno, no para conformarse a este, sino para presentar a este mundo nuestro,  que tiende a alejarse de Dios, la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y en toda su pureza (Benedicto XVI. Discurso a la Curia Romana en la felicitación navideña 22-12-05). Lo indica muy bien el siervo de Dios Pablo VI en su discurso de la clausura de la última sesión del Concilio, del 7 de Diciembre de 1965, con palabras extraordinariamente actuales, cuando afirma que, para evaluar correctamente un acontecimiento, “es preciso recordar el tiempo en el que se ha llevado a cabo. Ha tenido lugar –dice el Papa- en un tiempo en que, como consta a todos, los hombres están más orientados a la dominación de este  mundo que al Reino de Dios; un tiempo en el que el olvido de Dios se hace habitual, como si el progreso de las ciencias lo aconsejara; un tiempo en el que el acto fundamental de la persona, más consciente de sí y de su libertad, tiende a reivindicar la libertad plena, no sujeta a ninguna ley que trascienda el orden de las cosas naturales; un tiempo en el que el laicismo parece dimanar legítimamente del actual progreso intelectual y se considera casi como una norma sapientísima según la cual debe ordenarse la sociedad humana. […]. En ese tiempo se ha celebrado este Concilio nuestro en honor a Dios, en el nombre de Cristo, bajo la inspiración del Espíritu Santo”. Así decía Pablo VI y concluía cifrando el punto central del Concilio en la cuestión de Dios, de ese Dios que “existe realmente, vive, es personal, es providente, es infinitamente bueno, no solo en sí, sino también infinitamente bueno para con nosotros; es nuestro Creador, nuestra verdad, nuestra felicidad; de modo que el hombre, cuando se esfuerza en fijar en Dios su corazón y su mente, en la contemplación realiza el acto espiritual que debe ser considerado como el más noble y perfecto de todos; un acto que también en nuestro tiempo puede y debe jerarquizar los innumerables campos de la actividad humana” (AAS. 58 -1966-).

Nosotros vemos hasta que punto el tiempo en que vivimos sigue estando marcado por un olvido y una sordera para con Dios. Creo, entonces, que debemos aprender la lección más sencilla y más fundamental del Concilio: que el cristianismo consiste esencialmente en la fe en Dios, que es Amor trinitario, y en el encuentro, personal y comunitario, con Cristo, que orienta y guía nuestras vidas; todo lo demás es consecuencia de esto. Lo que importa hoy, precisamente como deseaban los padres Conciliares, es que se vea de nuevo, con claridad, que Dios está presente, que tiene que ver con nosotros, que nos responde. Y que, por el contrario,  cuando falta la fe en Dios, se viene abajo lo esencial, ya que el ser humano pierde su dignidad profunda y lo que engrandece su humanidad, contra todo reduccionismo. El Concilio nos recuerda que la Iglesia, a través de todos sus miembros, tiene el cometido, el mandato de transmitir la palabra del amor de Dios que salva, para que sea escuchada y acogida la llamada divina que contiene nuestra eterna bienaventuranza.

Contemplando bajo esta luz la riqueza que encierran los documentos del Vaticano II, quisiera citar tan solo sus cuatro Constituciones, como si fueran los cuatro puntos cardinales de la brújula que puede orientarnos. La constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium nos indica que en la Iglesia, desde el inicio, hay adoración, está Dios, está la centralidad del misterio de la presencia de Cristo. Y la Iglesia, Cuerpo de Cristo y pueblo que peregrina a lo largo del tiempo, tiene como tarea fundamental la glorificación de Dios, tal como expresa la Constitución dogmática Lumen Pentium. El tercer  documento que quisiera citar es la Constitución sobre la divina revelación Dei Verbum: la Palabra viva de Dios convoca a la Iglesia y la vivifica a lo largo de todo su camino en la historia. Y la forma en que la Iglesia lleva al mundo entero la luz que ha recibido de Dios para que este sea glorificado es el tema fundamental de la Constitución pastoral Gaudium et spes.

El Concilio Vaticano II constituye para nosotros un llamamiento enérgico a redescubrir cada día la belleza de nuestra fe; a conocerla en profundidad, con vistas a una relación más intensa con el Señor; a vivir hasta el final nuestra vocación cristiana.
Que la Virgen María, Madre de Cristo y de toda la Iglesia, nos ayude a realizar y a llevar a cabo lo que los Padres conciliares animados por el Espíritu Santo, abrigan en su corazón: el deseo de que todos puedan conocer el Evangelio y encontrarse con el Señor Jesús como Camino, Verdad y Vida.



Tomado de la Revista ECCLESIA  nº 3.646 /27 de octubre de 2012

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