Esta serena valentía sostiene también nuestra mirada sobre el mundo contemporáneo. No nos sentimos atemorizados por las condiciones del tiempo en que vivimos. Nuestro mundo está lleno de contradicciones y de desafíos, pero sigue siendo creación de Dios, y aunque herido por el mal, siempre es objeto de su amor y terreno suyo, en el que puede ser renovada la siembra de la Palabra para que vuelva a dar fruto.
No hay lugar para el pesimismo en la mente y en el corazón de aquellos que saben que su Señor ha vencido la muerte y que su Espíritu actúa con fuerza en la historia. Con humildad, pero también con decisión —aquella que viene de la certeza de que la verdad siempre vence—, nos acercamos a este mundo y queremos ver en él una invitación del Resucitado a ser testigos de su nombre. Nuestra Iglesia está viva y afronta los desafíos de la historia con la fortaleza de la fe y del testimonio de tantos hijos suyos.
Sabemos que en el mundo debemos afrontar una dura batalla contra «los Principados y las Potencias» y «los espíritus del mal» (Ef 6, 12). No ocultamos los problemas que tales desafíos suponen, pero no nos atemorizan.
Esto lo señalamos especialmente ante los fenómenos de globalización, que deben ser para nosotros oportunidad para extender la presencia del Evangelio. También las migraciones —aun con el peso del sufrimiento que conllevan, y con las que queremos ser sinceramente cercanos, con la acogida propia de los hermanos— son ocasiones, como ha sucedido en el pasado, de difusión de la fe y de comunión en todas sus formas. La secularización y la crisis del primado de la política y del Estado piden a la Iglesia repensar su propia presencia en la sociedad, sin renunciar a ella. Las muchas y siempre nuevas formas de pobreza abren espacios inéditos al servicio de la caridad: la proclamación del Evangelio compromete a la Iglesia a estar al lado de los pobres y compartir con ellos sus sufrimientos, como lo hacía Jesús. También en las formas más ásperas de ateísmo y agnosticismo podemos reconocer, aun en modos contradictorios, no un vacío, sino una nostalgia, una espera que requiere una respuesta adecuada.
Frente a los interrogantes que las culturas dominantes plantean a la fe y a la Iglesia, renovamos nuestra confianza en el Señor, ciertos de que también en estos contextos el Evangelio es portador de luz y capaz de sanar la debilidad del hombre.
No somos nosotros quienes conducimos la obra de la evangelización, sino Dios. Como nos ha recordado el Papa: «La primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser —con Él y en Él— evangelizadores». (Benedicto XVI, Meditación en la primera congregación general de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, 8 de octubre de 2012: L’ Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 2012, p. 9)
Punto 6 del mensaje al Pueblo de Dios,
tras la conclusión de la XIII Asamblea General Ordinaria
del Sínodo sobre la "Nueva Evangelización.
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