Discurso de Benedicto XVI a los obispos de la Conferencia Episcopal de las Estados Unidos de América (regiones X-XI-XII-XIII) con ocasión de la visita “ad limina Apostolorum” (5/5/2012)
[…]
Por lo que respecta a la educación superior, muchos de
vosotros habéis señalado un reconocimiento creciente, por parte de las
universidades católicas, de la necesidad de reafirmar su identidad distintiva,
con fidelidad a sus ideales fundacionales y a la misión de la Iglesia al
servicio del Evangelio. Mucho es, sin embargo, lo que aun queda por hacer,
especialmente en áreas tan importantes como el acatamiento del mandato que el
canon 812 establece para los docentes de disciplinas teológicas. La importancia
de esta norma canónica como expresión tangible de la comunión y de la
solidaridad eclesial en el apostolado educativo de la Iglesia resulta tanto más
evidente si se considera la confusión creada por casos de disidencia aparente
entre algunos representantes de instituciones católicas y la dirección pastoral
de la Iglesia. Semejante discordia perjudica al testimonio de la Iglesia, y
puede ser fácilmente explotada –como la experiencia ha señalado- para poner en
entredicho su autoridad y su libertad.
No resulta exagerado afirmar que proporcionar a los
jóvenes una sana educación en la fe constituye el desafío interno más urgente
al que se enfrenta la comunidad católica en vuestro país. El depósito de la fe
es un tesoro de incalculable valor que cada generación ha de transmitir a la
siguiente, ganando corazones para Jesucristo y formando los entendimientos en
el conocimiento, en la comprensión y en el amor de su Iglesia. Resulta
gratificante comprobar que, también en nuestros días, la visión cristiana,
presentada en toda su amplitud e integridad, se revela inmensamente atractiva
para la imaginación, el idealismo y las aspiraciones de los jóvenes, que tiene
derecho a encontrarse con la fe en toda su belleza y riqueza y en la
radicalidad de sus exigencias.
Me limitaré aquí a proponer varios puntos que confío os
sirvan de ayuda para vuestro discernimiento a la hora de enfrentaros a este
desafío.
En primer lugar, como es sabido, la función esencial de la
educación auténtica a todos los niveles no consiste tan solo en una mera transmisión
del conocimiento –aun siendo esta esencial-, sino también en formar los
corazones. A la hora de comunicar la riqueza de la fe de la Iglesia de manera
efectiva, atractiva e integral, hay una necesidad contante de equilibrar el
rigor intelectual con la formación de los jóvenes en el amor de Dios, en la
práctica de una vida moral y sacramental cristiana y –por último, aunque no
menos importante- en el cultivo de la oración personal y litúrgica.
De ello se desprende que la cuestión de la identidad católica,
en particular en el ámbito universitario, supone mucho más que la enseñanza de
la religión o que la simple presencia de una capellanía en el campus. Da la
impresión de que, con demasiada frecuencia, las escuelas y las universidades
católicas no han sabido estimular a los alumnos a reapropiarse de su fe como
parte de los excitantes descubrimientos intelectuales que marcan la experiencia
propia de la educación superior. El hecho de que tantos estudiantes se
encuentren desvinculados de los sistemas de apoyo familiares, escolares y
comunitarios que anteriormente facilitaban la transmisión de la fe debe
estimular a las instituciones educativas católicas a crear redes de apoyo
nuevas y eficaces. Los estudiantes necesitan verse animados, en todos los
aspectos de su educación, a articular una visión de la armonía entre la fe y la
razón capaz de guiar una búsqueda del
conocimiento y de la virtud que dure toda la vida.. Como siempre, un papel
esencial en este proceso lo desempeñan los educadores, que inspiran a los demás
con su patente amor a Cristo, con su testimonio de una devoción sana y con su
compromiso con esa sapientia christiana que aúna fe y vida, pasión intelectual y
reverencia por el esplendor de la verdad humana y divina.
Y es que la fe, por su propia naturaleza, exige una
conversión constante y omnicomprensiva a la plenitud de la verdad revelada en
Cristo. Él es el Logos creador, en el
que todo fue hecho y en el que todo “se mantiene” (Col 1, 17); él es el nuevo
Adán que revela la verdad suprema acerca del hombre y del mundo en que vivimos.
En un periodo de gran cambio cultural y de desarraigo social no tan distinto
del nuestro, Agustín señaló esta conexión intrínseca entre fe y aventura
intelectual humana invocando a Platón, que sostuvo, según dice, que “amar la sabiduría es amar a Dios” (cf. De
Civitate Dei, VIII, 8). El afán
educativo cristiano que fundó las universidades medievales se basaba en la
convicción de que el único Dios, fuente de toda verdad y bondad, está también
en el origen del deseo apasionado de conocer por parte del entendimiento y en
el del anhelo de la voluntad de realizarse en el amor.
Solo bajo esta luz podemos valorar la contribución
específica de la educación católica, que involucra en una “diakonía de la verdad” inspirada en una caridad intelectual que es
consciente de que llevar a la verdad a los demás es, en última instancia, un acto de amor (cf. Discurso en el encuentro
de los educadores católicos en la Universidad Católica de América, Washington,
17-4-2008)
El reconocimiento –propio de la fe- de la unidad esencial
de todo conocimiento ofrece un baluarte contra la alienación y la fragmentación
que se producen cuando el uso de la razón se separa de la búsqueda de la verdad
y de la virtud; en este sentido, las instituciones católicas tienen un cometido
específico que cumplir con vistas a
ayudar a superar la actual crisis universitaria. Todo intelectual católico y
todas las instituciones educativas de la Iglesia, firmemente anclados en esta
visión de interacción intrínseca entre la fe, la razón y la búsqueda de la
excelencia humana, deben convencerse –y
desear convencer a los demás- de que ningún aspecto de la realidad permanece
ajeno al misterio de la Redención y del dominio del Señor sobre toda la
creación, o no afectado por dicho misterio.
Durante mi visita pastoral a los Estados Unidos, hablé de
la necesidad de que la Iglesia estadounidense cultivara “un modo de pensar, una
“cultura” intelectual que sea auténticamente católica” (cf. Homilía de la misa
celebrada en el Estadio Nacional de Béisbol, Washington. 17-4-2008). La
asunción de este cometido implica ciertamente renovar la apologética y hacer
hincapié en la singularidad católica; en última instancia debe pretender, con
todo, anunciar la verdad liberadora de Cristo y fomentar un mayor diálogo y una
mayor cooperación en la construcción de una sociedad basada de manera cada vez
más sólida en un humanismo auténtico, inspirado en el Evangelio y fiel a los
más elevados valores del legado cívico y cultural estadounidense. En el momento
actual de la historia de vuestra nación, este es el reto y la oportunidad que
aguardan a toda la comunidad católica; reto y oportunidad que las instituciones
educativas de la Iglesia deben ser las primeras en reconocer y el abrazar.
Concluyendo ya estas breves reflexiones, deseo expresar
una vez más mi gratitud, junto con la de toda la Iglesia, por la generosa
entrega –a menudo acompañada de sacrificio personal- demostrada por tantos
educadores y administradores que trabajan en la amplia red de escuelas
católicas de vuestro país.
Os imparto cordialmente a vosotros, querido hermanos, y a
todos los fieles encomendados a vuestro pastoral desvelo, mi bendición
apostólica como prenda de la sabiduría, alegría y paz en el Señor resucitado.
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