La Escritura llama enemigos de Dios a quienes se oponían a su dominio, no por naturaleza, sino por sus vicios, incapaces de causarle a El daño alguno, y causándoselo a si mismos. Son enemigos por su voluntad de resistencia, no por su poder lesivo. Porque Dios es inmutable y absolutamente incorruptible. De aquí que el vicio por el que se oponen a Dios los que se llaman sus enemigos no es un mal para Dios, sino para ellos mismos (San Agustín. La Ciudad de Dios 12,3)
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