Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres. Las zambombás y los nacimientos nos dejan palpar la alegría de la Navidad. Revivir el misterio nos amasa y hermana con Dios, porque si la fiesta es cristiana nunca es sólo un simple recuerdo sino la presencia activa de Dios y un renacimiento vital para el hombre.
Cuando Dios se encarna en María ella teje en sus carnes mortales a Jesús con un hilo de oro que es la naturaleza divina del Hijo de Dios. Desde entonces el Emmanuel -el Niño Manué- renueva todas las cosas porque Dios está con nosotros, entre nosotros y en nosotros.
Cuando Dios se encarna en María ella teje en sus carnes mortales a Jesús con un hilo de oro que es la naturaleza divina del Hijo de Dios. Desde entonces el Emmanuel -el Niño Manué- renueva todas las cosas porque Dios está con nosotros, entre nosotros y en nosotros.
Lo más grande que ha ocurrido en la historia de la humanidad ha sido el nacimiento de este Niño, un hombre que es precisamente el mismo Dios. Y el mejor periodista que dio la noticia fue un ángel suyo: Os anuncio un gozo grande, hoy os ha nacido un Salvador. No obstante sólo se enteró un rey miedoso de perder su poder, unos sabios de Oriente abiertos al Misterio y los más humildes pastores.
El mensaje cristiano transmite, por tanto, que Dios está para siempre con nosotros, que le hombre no está solo, y la gran alegría de que Dios transforma la vida. El hombre dignificado es la consecuencia inmediata de nuestra fe, anterior incluso a cualquier anuncio o propuesta de vida moral o social. Cada persona refleja al Creador y se hace aún más amable como redimido. Hasta el día de hoy no son separables el Dios trascendente de su carne amada y desposada con Él. Dios-hombre nos educa para encontrar en cada persona el misterio escondido de Dios, su dignidad, su vocación, su humilde grandeza junto a sus grandes miserias. Pero he aquí que es imposible hacerlo sin descubrir la grandeza incoercible de Dios a través de su humilde presencia.
Nada hay, por tanto, tan valioso como redescubrir ahora nuestra relación vital con Cristo. La Navidad es siempre un regalo: Dios se da a sí mismo, ha aparecido la gracia de Dios. Pero este obsequio inimaginable reclama acogida, lucidez, atención, ya que este Alguien que nos ama es Dios mismo que quiere ser amado, y convertir así nuestra vida en una fiesta. Por eso nos seduce -casi sin notarlo- invitándonos con su ternura y suplicando nuestro amor, identificándonos sin sentirlo con su pequeñez y humildad -que es la nuestra-, arrullados por su misericordia y calor.
A la arrogancia del pobre super-hombre sólo le queda la huida o, como hace Herodes, una ladina disuasión. Es la que hoy nos acecha con esa banalización moderna que fulmina cuanto toca, la que nos abriga de lujos fantásticos y promesas, pero nos deja -como a los maniquíes de los escaparates- perfectamente vestidos pero sin vida, como disecados, aturdidos, desalmados.
El mundo secularizado, cada vez más encogido por su debilidad inconfesable y su incapacidad para salvar camina tan ciego que intenta reinventar la fiesta con un llamado espíritu de la Navidad que en realidad es su cara opuesta: consumismo, ajetreo, bullicio... Este mundo que anhela la paz dichosa de la Navidad y paladea con gusto el sabor de sus frutos pretende abiertamente cortar sus raíces sin caer en la cuenta de la terrible orfandad que le sobreviene. Es más, ya ha experimentado que construir el mundo sin Dios termina inevitablemente atentando contra la dignidad del hombre. Lo que nos alegrará el corazón no será una meliflua canción ambiental, ni esos ambiguos deseos de bien (reducidos luego a bienestar), sino Dios mismo, el gran don, la unión con Él y nuestra propia unidad.
El extravagante desposorio de Dios con el mundo es una iniciativa milagrosa, un entrar en comunión que experimenta y encuentra su norma en la Eucaristía. Es, sin duda, la primera aportación que la Iglesia hace al mundo. Belén, etimológicamente, la casa del pan, vuelve a cada altar para dejarse adorar, para trascender nuestros límites con la carne de Hijo que nos da la Eternidad. ¡Que las zambombás nos despierten, y los belenes nos hagan renacer a la grandeza humana, a la dignidad, al gozo de ser hermanos y a la paz!
Cádiz, 24 de diciembre de 2011.
Monseñor Rafael Zornoza Boy
Obispo de Cádiz y Ceuta
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