La fe es un modo de iluminar la vida. No nos indica tanto lo que tenemos que ver sino el modo como hemos de ver el mundo. Nos enseña a reconocer su dignidad; a admirarlo por su grandeza y magnificencia; a valorarlo como la obra del Creador; a estar atentos a las necesidades de los demás, que, sin la luz de la fe, nos pasarían desapercibidos; a contemplarlo sabiendo que este deseo de ver nunca se podrá satisfacer por completo, ya que siempre tendremos sed de plenitud e infinito.
La fe aporta una visión de conjunto que reordena los acontecimientos otorgándoles su significado en el mosaico global de la vida y, a su vez, los revitaliza. Impregna de sentido detalles aparentemente insignificantes y nos ayuda a escapar de la tentación de absolutizar aspectos secundarios. La fe nos permite captar la inmensidad el mundo; explotar los horizontes de la realidad para encontrar en los límites de la existencia, los vestigios que revelan su sentido.
No da certeza absoluta, pero orienta la búsqueda de significados sólidos. Indica el camino. Ilumina nuestro interior y lo hace trascendente. A través de la mirada de los ojos del corazón (Ef 1, 18) es posible entender el mundo de un modo nuevo. Hasta que los ojos del corazón no se abren, no nos damos cuenta de que estamos constantemente visitados por Dios en la vida ordinaria.
Con la fe vamos descubriendo, en los hechos cotidianos de la existencia, el escenario del encuentro con el Misterio de Jesucristo como Hijo de Dios. Desde la fe la vida cotidiana es acogida como un signo de la presencia de la Eternidad encarnada en medio de lo que es transitorio.
La fe, y el amor, son un don de Dios. Hay que hacerlos crecer día a día.
Si tienes la gracia de creer no te olvides nunca de solicitar a Dios lo que pidió el padre del hijo enfermo: “Yo creo. ¡Aumenta mi fe!” (Mc 9, 24)
La Sagrada Familia. Diciembre 2012
Gracias a Maximiliano de la Vega por enviarnos este texto
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