No hay hombre que pueda dominar su lengua. El mismo hombre que doma a una fiera, no domina su lengua; doma a un león, y no refrena la conversación; es domador, pero no de si mismo. Doma aquello a lo que temía, y para dominarse a si mismo no teme lo que debería temer (San Agustín. Sermón 55,1).
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