“Descubrir y ofrecer signos de esperanza”
Mis queridos diocesanos:
Un año más, el Adviento nos va disponiendo con su sentido litúrgico de preparación para celebrar debidamente como cristianos la Navidad del 2010.
1. Adviento, tiempo de esperanza
Considero oportunas las recomendaciones que hace el apóstol San Pablo a los cristianos a que vivamos el espíritu de sobriedad, justicia y piedad (cf. Tit 2,22), aplicándolas a estas fiestas del Nacimiento del Señor, en las que con frecuencia se observan excesos consumistas y alienaciones que desfiguran su auténtica significación cristiana, es decir, hay que ser austeros y compartir lo que tenemos con los demás.
No obstante, sin olvidar la recomendación del Apóstol, el Adviento es esencialmente un tiempo de esperanza, la cual va creciendo en intensidad a medida que avanzan los días hacia la Navidad, y estalla en una eclosión de gozo junto al portal de Belén, cuna del niño Jesús. La celebración de este acontecimiento trascendental del cristianismo no debe quedarse en algazara y vacío interior, sino que debe estimular en nuestro corazón y en nuestros labios una gozosa acción de gracias, al tiempo que debe vivificar nuestra esperanza.
(Seguir leyendo..)Un año más, el Adviento nos va disponiendo con su sentido litúrgico de preparación para celebrar debidamente como cristianos la Navidad del 2010.
1. Adviento, tiempo de esperanza
Considero oportunas las recomendaciones que hace el apóstol San Pablo a los cristianos a que vivamos el espíritu de sobriedad, justicia y piedad (cf. Tit 2,22), aplicándolas a estas fiestas del Nacimiento del Señor, en las que con frecuencia se observan excesos consumistas y alienaciones que desfiguran su auténtica significación cristiana, es decir, hay que ser austeros y compartir lo que tenemos con los demás.
No obstante, sin olvidar la recomendación del Apóstol, el Adviento es esencialmente un tiempo de esperanza, la cual va creciendo en intensidad a medida que avanzan los días hacia la Navidad, y estalla en una eclosión de gozo junto al portal de Belén, cuna del niño Jesús. La celebración de este acontecimiento trascendental del cristianismo no debe quedarse en algazara y vacío interior, sino que debe estimular en nuestro corazón y en nuestros labios una gozosa acción de gracias, al tiempo que debe vivificar nuestra esperanza.
2. Para muchos la esperanza se ha convertido en desilusión
La situación económica y de paro creíamos que iba a ser pasajera, pero por desgracia, no ha sido así. Para muchos la esperanza se ha convertido pronto en desilusión, y los datos están ahí y nadie los niega. Los pobres ya no solo se encuentran en el tercer mundo, existen también entre nosotros: más de ocho millones de pobres, casi los cuatro millones y medio de personas en el paro, y últimamente se afirma que de cada cuatro niños en España uno sufre los efectos de la pobreza. Ante esta realidad es necesario despertar del sueño o, lo que es peor, parece que nuestras conciencias están anestesiadas. Hay que reconocer que la Iglesia, los cristianos y la sociedad, estamos dando respuestas, pero la verdad es que no está siendo tan fácil. Este tiempo de Adviento es necesario descubrir y ofrecer signos de esperanza.
3. Jesucristo, nuestra esperanza
Cristo Jesús, nuestra esperanza (Tim 1,1). Él es el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros, murió como nosotros y por nosotros, resucitó como primogénito de la humanidad y primicia de la futura resurrección de todos los hombres (cf. Rm 8,29; 1 Cor 15,20-23).
Nuestra esperanza cristiana tiene su fundamento inquebrantable en este acontecimiento de la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. Nuestra incorporación al misterio pascual de Cristo es la garantía de nuestra salvación.
Jesucristo es para nosotros, los creyentes, cumplimiento y promesa. Por una parte todas las promesas han obtenido en Cristo el sí de Dios, el Amén absoluto de Dios a nuestra salvación (cf. 2 Cor 1,20). Pero Jesucristo no es sólo el que con su venida ha realizado, ha dado cumplimiento a las promesas de salvación; es también el que vino, viene y el que ha de venir, el que ha de llevar a plenitud definitiva lo que ahora es sólo comienzo y anticipación.
Nuestra esperanza cristiana tiene su fundamento en el amor inmenso de Dios manifestado en Cristo. Pero es la presencia dinámica del Espíritu Santo la que hace surgir la esperanza en el corazón del creyente (cf. Rm 8,23-27). Solamente el Espíritu suscita y sostiene nuestra esperanza en Cristo, creando en nosotros la actitud de confianza filial en el Padre, quien en la resurrección de Cristo nos ha prometido la salvación (cf. Gál 4,6-7).
Nuestra esperanza cristiana no es consecuencia de un optimismo congénito o producido por acontecimientos coyunturales, no es sueño de utopía, es creación del Espíritu en nuestros corazones. Por eso pido para todos vosotros, con San Pablo, que el Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 15,13).
4. La Iglesia, sacramento de esperanza
La Iglesia se presenta, desde sus comienzos, como comunidad de los que creen en Jesús, el Cristo, y esperan la manifestación definitiva de la gloria al final de los tiempos. Los cristianos estamos unidos en la solidaridad de una misma esperanza. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza: la de vuestra vocación (Ef 4,4). Somos el pueblo de Dios, el nuevo Israel, en éxodo de esperanza, como comunidad peregrinante hacia el futuro de su plenitud escatológica.
Por eso, la Iglesia debe vivir su propia existencia en la esperanza. No puede confiar en sí misma, en la fuerza de sus instituciones o su poder en el mundo, sino sólo en la promesa indefectible de Dios en Cristo. En la medida en que su esperanza se debilita, la Iglesia corre el peligro de caer en el inmovilismo, de ceder a la tentación de establecerse en las posiciones ya adquiridas, de buscar seguridad. Porque vivir en la esperanza supone apertura, disponibilidad permanente al futuro imprevisible que Dios va deparando a su Iglesia a través de la historia con el fin de purificarla y renovarla.
Solo si la Iglesia vive en la esperanza, si constituye realmente una comunidad de hombres esperanzados, podrá ser signo eficaz, sacramento de esperanza para el mundo. La Iglesia es fuente de esperanza cuando anuncia y anticipa el Reino de Dios, no cuando aprueba el estado actual de las cosas en el mundo.
5. La persona sin esperanza es una persona sin futuro
En unos momentos históricos propensos al desencanto, a la decepción, a la pasividad y tal vez a la misma desesperación, porque el porvenir de la humanidad se presenta ante nosotros no sólo complejo sino casi insoluble, me parece oportuno que una inyección de esperanza es de absoluta necesidad para seguir viviendo con un mínimo de dinamismo vital, imprescindible para enfrentarnos a los difíciles retos que se nos presentan. La persona sin esperanza es una persona sin futuro, y la persona sin futuro jamás construye positivamente la sociedad.
6. Suscitar la esperanza ajena es renacer a la propia esperanza
Los integrantes del mundo desarrollado, podemos recobrar la esperanza en nosotros mismos precisamente al comprobar que somos capaces de luchar por la justicia, que engendra paz y libertad. Tengo la convicción de que la pérdida de futuro hunde sus raíces en esta otra pérdida de esperanza en nuestras propias responsabilidades éticas: conocemos el peligro, en plena explosión de la sociedad consumista, de sentirnos amargamente frustrados por la incapacidad de emprender acciones generosas fraternales, que nos saquen del egoísmo ambiental y cotidiano. Ayudar a los demás es ayudarnos a nosotros mismos. Suscitar la esperanza ajena es renacer a la propia esperanza. Humanizar al prójimo es humanizar nuestra propia sociedad.
7. Abrigar la invencible esperanza
Existen motivos que permiten alentar un moderado pero real optimismo. Debemos, pues, mirar la situación actual con cierto optimismo.
La esperanza cristiana tiene como característica la certeza de alcanzar el bien definitivo. La vida presente es un tiempo de gracia. Considero que, mientras duran las pruebas de esta vida, mientras nos agobian las dificultades económicas y de paro, es necesario, por una parte, que asumamos la realidad dolorosa y preocupante con entereza, y por otra, que descubramos la providencia de Dios, el paso del Señor que puede estar engendrando en el dolor tiempos nuevos.
Desde luego, el timón de la historia está en las manos de Dios y podemos estar seguros de que todo coopera al bien de los que aman a Dios (Rom 8,28). Mantengamos nuestro ánimo en aquella confianza que sabe que vuestra fe probada produce la paciencia (St 1,3), y abriguemos la invencible esperanza.
8. Preparar los caminos
Nuestra esperanza cristiana no es pasividad. Es preciso que las conciencias anestesiadas despierten del sueño. Alegraos siempre en el Señor... no os agobiéis por nada (cf. Flp 4,4-6). Rectifiquemos lo torcido: Salgamos de nosotros mismos y quitemos los egoísmos que nos estorban, los odios, los pesimismos, las desconfianzas y los letargos perezosos. Purifiquemos el corazón con dignos frutos de penitencia. Abramos sendas a la misma esperanza. Sobre todo, abramos el corazón y los brazos a nuestros hermanos; nunca tan oportuno como en esta Navidad del 2010 que recibir y amar a Cristo en el pobre, perdonar al enemigo en la paz que nos pregona el ángel y amar fraternalmente a todos en nuestro hermano mayor, Jesucristo el Señor.
Uno mi voz, una vez más, a la del Santo Padre Benedicto XVI, y os exhorto a resolver los grandísimos problemas de la hora presente, y a colaborar y prestar recursos humanos y económicos, y a la oración cristiana, a fin de ofrecer signos de esperanza.
Que Santa María, la Virgen de la Esperanza que camina hacia Belén, nos enseñe a esperar contra toda esperanza.
Reza por vosotros, os quiere y bendice,
+ Antonio Ceballos Atienza
Obispo de Cádiz y Ceuta
Cádiz, 19 de noviembre de 2010.
La situación económica y de paro creíamos que iba a ser pasajera, pero por desgracia, no ha sido así. Para muchos la esperanza se ha convertido pronto en desilusión, y los datos están ahí y nadie los niega. Los pobres ya no solo se encuentran en el tercer mundo, existen también entre nosotros: más de ocho millones de pobres, casi los cuatro millones y medio de personas en el paro, y últimamente se afirma que de cada cuatro niños en España uno sufre los efectos de la pobreza. Ante esta realidad es necesario despertar del sueño o, lo que es peor, parece que nuestras conciencias están anestesiadas. Hay que reconocer que la Iglesia, los cristianos y la sociedad, estamos dando respuestas, pero la verdad es que no está siendo tan fácil. Este tiempo de Adviento es necesario descubrir y ofrecer signos de esperanza.
3. Jesucristo, nuestra esperanza
Cristo Jesús, nuestra esperanza (Tim 1,1). Él es el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros, murió como nosotros y por nosotros, resucitó como primogénito de la humanidad y primicia de la futura resurrección de todos los hombres (cf. Rm 8,29; 1 Cor 15,20-23).
Nuestra esperanza cristiana tiene su fundamento inquebrantable en este acontecimiento de la encarnación, muerte y resurrección de Cristo. Nuestra incorporación al misterio pascual de Cristo es la garantía de nuestra salvación.
Jesucristo es para nosotros, los creyentes, cumplimiento y promesa. Por una parte todas las promesas han obtenido en Cristo el sí de Dios, el Amén absoluto de Dios a nuestra salvación (cf. 2 Cor 1,20). Pero Jesucristo no es sólo el que con su venida ha realizado, ha dado cumplimiento a las promesas de salvación; es también el que vino, viene y el que ha de venir, el que ha de llevar a plenitud definitiva lo que ahora es sólo comienzo y anticipación.
Nuestra esperanza cristiana tiene su fundamento en el amor inmenso de Dios manifestado en Cristo. Pero es la presencia dinámica del Espíritu Santo la que hace surgir la esperanza en el corazón del creyente (cf. Rm 8,23-27). Solamente el Espíritu suscita y sostiene nuestra esperanza en Cristo, creando en nosotros la actitud de confianza filial en el Padre, quien en la resurrección de Cristo nos ha prometido la salvación (cf. Gál 4,6-7).
Nuestra esperanza cristiana no es consecuencia de un optimismo congénito o producido por acontecimientos coyunturales, no es sueño de utopía, es creación del Espíritu en nuestros corazones. Por eso pido para todos vosotros, con San Pablo, que el Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 15,13).
4. La Iglesia, sacramento de esperanza
La Iglesia se presenta, desde sus comienzos, como comunidad de los que creen en Jesús, el Cristo, y esperan la manifestación definitiva de la gloria al final de los tiempos. Los cristianos estamos unidos en la solidaridad de una misma esperanza. Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza: la de vuestra vocación (Ef 4,4). Somos el pueblo de Dios, el nuevo Israel, en éxodo de esperanza, como comunidad peregrinante hacia el futuro de su plenitud escatológica.
Por eso, la Iglesia debe vivir su propia existencia en la esperanza. No puede confiar en sí misma, en la fuerza de sus instituciones o su poder en el mundo, sino sólo en la promesa indefectible de Dios en Cristo. En la medida en que su esperanza se debilita, la Iglesia corre el peligro de caer en el inmovilismo, de ceder a la tentación de establecerse en las posiciones ya adquiridas, de buscar seguridad. Porque vivir en la esperanza supone apertura, disponibilidad permanente al futuro imprevisible que Dios va deparando a su Iglesia a través de la historia con el fin de purificarla y renovarla.
Solo si la Iglesia vive en la esperanza, si constituye realmente una comunidad de hombres esperanzados, podrá ser signo eficaz, sacramento de esperanza para el mundo. La Iglesia es fuente de esperanza cuando anuncia y anticipa el Reino de Dios, no cuando aprueba el estado actual de las cosas en el mundo.
5. La persona sin esperanza es una persona sin futuro
En unos momentos históricos propensos al desencanto, a la decepción, a la pasividad y tal vez a la misma desesperación, porque el porvenir de la humanidad se presenta ante nosotros no sólo complejo sino casi insoluble, me parece oportuno que una inyección de esperanza es de absoluta necesidad para seguir viviendo con un mínimo de dinamismo vital, imprescindible para enfrentarnos a los difíciles retos que se nos presentan. La persona sin esperanza es una persona sin futuro, y la persona sin futuro jamás construye positivamente la sociedad.
6. Suscitar la esperanza ajena es renacer a la propia esperanza
Los integrantes del mundo desarrollado, podemos recobrar la esperanza en nosotros mismos precisamente al comprobar que somos capaces de luchar por la justicia, que engendra paz y libertad. Tengo la convicción de que la pérdida de futuro hunde sus raíces en esta otra pérdida de esperanza en nuestras propias responsabilidades éticas: conocemos el peligro, en plena explosión de la sociedad consumista, de sentirnos amargamente frustrados por la incapacidad de emprender acciones generosas fraternales, que nos saquen del egoísmo ambiental y cotidiano. Ayudar a los demás es ayudarnos a nosotros mismos. Suscitar la esperanza ajena es renacer a la propia esperanza. Humanizar al prójimo es humanizar nuestra propia sociedad.
7. Abrigar la invencible esperanza
Existen motivos que permiten alentar un moderado pero real optimismo. Debemos, pues, mirar la situación actual con cierto optimismo.
La esperanza cristiana tiene como característica la certeza de alcanzar el bien definitivo. La vida presente es un tiempo de gracia. Considero que, mientras duran las pruebas de esta vida, mientras nos agobian las dificultades económicas y de paro, es necesario, por una parte, que asumamos la realidad dolorosa y preocupante con entereza, y por otra, que descubramos la providencia de Dios, el paso del Señor que puede estar engendrando en el dolor tiempos nuevos.
Desde luego, el timón de la historia está en las manos de Dios y podemos estar seguros de que todo coopera al bien de los que aman a Dios (Rom 8,28). Mantengamos nuestro ánimo en aquella confianza que sabe que vuestra fe probada produce la paciencia (St 1,3), y abriguemos la invencible esperanza.
8. Preparar los caminos
Nuestra esperanza cristiana no es pasividad. Es preciso que las conciencias anestesiadas despierten del sueño. Alegraos siempre en el Señor... no os agobiéis por nada (cf. Flp 4,4-6). Rectifiquemos lo torcido: Salgamos de nosotros mismos y quitemos los egoísmos que nos estorban, los odios, los pesimismos, las desconfianzas y los letargos perezosos. Purifiquemos el corazón con dignos frutos de penitencia. Abramos sendas a la misma esperanza. Sobre todo, abramos el corazón y los brazos a nuestros hermanos; nunca tan oportuno como en esta Navidad del 2010 que recibir y amar a Cristo en el pobre, perdonar al enemigo en la paz que nos pregona el ángel y amar fraternalmente a todos en nuestro hermano mayor, Jesucristo el Señor.
Uno mi voz, una vez más, a la del Santo Padre Benedicto XVI, y os exhorto a resolver los grandísimos problemas de la hora presente, y a colaborar y prestar recursos humanos y económicos, y a la oración cristiana, a fin de ofrecer signos de esperanza.
Que Santa María, la Virgen de la Esperanza que camina hacia Belén, nos enseñe a esperar contra toda esperanza.
Reza por vosotros, os quiere y bendice,
+ Antonio Ceballos Atienza
Obispo de Cádiz y Ceuta
Cádiz, 19 de noviembre de 2010.
1 comentario:
Gracias por publicar la carta de D. Antonio. Saludos.
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