Una revolución para transformar la historia, tiene que cambiar en profundidad el corazón humano. Las revoluciones que han tenido lugar durante los siglos han cambiado sistemas políticos y económicos, pero ninguna de ellas ha cambiado realmente el corazón del hombre. La verdadera revolución, la que transforma radicalmente la vida, la ha hecho Jesucristo por medio de su resurrección.
Solemos creer que, cambiando las estructuras, podemos construir un mundo nuevo. La fe nos dice que sólo un corazón nuevo, regenerado por Dios, crea un mundo nuevo; un corazón de carne que ama, sufre y se alegra con los demás, un corazón lleno de ternura para los que, al llevar grabadas las heridas de la vida, sienten que están en la periferia de la sociedad.
Nosotros, que hemos descubierto la alegría de tener a Dios como Padre y de su amor por nosotros, ¿podemos permanecer de brazos cruzados delante de estos hermanos nuestros sin anunciarles el Evangelio?
Nosotros, que hemos encontrado en Jesucristo, muerto y resucitado, el sentido de la vida, ¿podemos ser indiferentes a esta ciudad que nos pide, quizá inconscientemente, una esperanza?
¡Somos cristianos, somos discípulos de Jesús no para encerrarnos en nosotros mismos, sino para estar abiertos a los demás, para ayudarles, para llevarlos a Cristo y custodiar cada criatura!
El demonio lanza todos los días en nuestros corazones la semilla del pesimismo y la amargura. Abrámonos al soplo del Espíritu Santo, que no deja de esparcir semillas de esperanza y confianza”.
Tomado de Alfa y Omega. 20 de junio de 2013
Catequesis en la inauguración del
Congreso eclesial de la Diócesis de Roma
Congreso eclesial de la Diócesis de Roma
Enviado por Maximiliano de la Vega. Gracias
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